Cuando era pequeña, me encantaba ver con mi padre películas épicas, bíblicas o de género peplum (la típica de romanos) entre mis favoritas, además de Constantino, o Ben – Hur, estaba la de El Cid.
Ese Cid Campeador, encarnado por Charlthon Heston, a lomos de su caballo, Babieca, galopando por la orilla de Peñíscola, a los pies del castillo… Esa imagen inflamaba mi corazón infantil de un patriotismo, hasta entonces, desconocido para mi. Pasar a los pies de cualquier escultura ecuestre del Cid o de Jaime I me hacía abrir los ojos de par en par, como si quisiera atisbar cada arruga de su cara e interpretar su ceño fruncido.
Así nació mi admiración por los héroes nacionales y mi curiosidad por su vida y obra. Este sentimiento se acentuó aún más cuando en el 2003 estrenaron “El Cid: La Leyenda” de la productora Filmax, un film dirigido a los más pequeños de la casa, entre los cuales, me encontraba, para dar a conocer esta figura nacional y legendaria.
Pero la pequeña Adriana contaba con una ventaja que otros niños no tenían, y es que había asistido, desde que tenía uso de razón, a cada domingo de telefilm de El Cid y ya conocía toda su historia.
Pero como en todas las historias de amor de mi vida, tenía que venir una desilusión, para después darse una posible reconciliación. Y esto ocurrió cuando en 1º de Bachiller, una profesora de Historia, me desmontó el mito: “El Cid era un mercenario”. Y esta afirmación no haría más que reafirmarse a lo largo de la carrera, aunque algunos compañeros nostálgicos, y yo, nos resistiéramos a ello.
Pero mi corazón juvenil no entendía muy bien qué era un mercenario y por qué no era un héroe nacional. No había luchado por amor a su patria ni a su rey, ni si quiera por amor a Jimena, en ese momento no entendía que los soldados luchaban por dinero, y no por honor, y tampoco quise investigar mucho más. Dicen que el amor es ciego, y mi amor por El Cid lo era, así que preferí mirar para otro lado.
Pasarían años hasta ver, como siempre, en el Corte Inglés, una mesa llena de ejemplares titulados “SIDI” y firmados por Arturo Pérez Reverte, y ese sentimiento infantil, se despertó en mi interior.
Lo recibí como regalo por mi cumpleaños, con una mezcla de curiosidad y desilusión porque quería unas zapatillas Nike, pero cuando comencé a leerlo, no hubo quién me parara.
Así que GRACIAS por el regalo, y por permitirme reconciliarme con El Cid, pero sobre todo con el término.
Y es que, a lo largo del libro vemos al Cid como un hombre de honor, de valor, que se ha visto desterrado de su hogar por ser fiel a sus ideas y a su rey. Su sentido de la justicia y su integridad será lo que provoque el destierro, y con ello, la necesidad de usar su conocimiento sobre las armas y la guerra, como modo de vida.
Rodrigo Díaz de Vivar es un hombre sin señor, y tiene un contingente de soldados a su espalda que necesitan comer, así que asistiremos con el a la búsqueda de un rey o señor, que necesite de sus servicios, y aquí entrará en juego Mundir I, rey de la taifa de Zaragoza.
No quisiera continuar desgranando esta maravillosa novela y dejar que lo hicierais vosotros mismos, para poder ir averiguando por cuenta propia el sentido, peyorativo o no, de ser un mercenario.
Lo positivo:
+ El uso del lenguaje por parte de Pérez – Reverte. Es magistral, y es que no podíamos esperar menos de un miembro de la Real Academia de la Lengua Española. Me vi “obligada” a seguir la novela, con lápiz en mano, rodeando cada nueva palabra que iba apareciendo y buscando el significado de esta. Me hizo sentir por un momento, que no conocía mi lengua tanto como yo pensaba.
+ El uso de otras lenguas, como palabras en árabe o oraciones en latín para dotar de más veracidad al relato.
+ La sólida base en El Cantar del Mío Cid.
+ La capacidad de descripción del autor. En un momento, al comienzo de la novela, tuve que dejar de leer porque se me había revuelto el estómago.
+ La rapidez con la que puede leerse la novela. El autor no divaga demasiado en otros personajes o historias, sino que la historia se convierte en algo dinámico, encuadrada en un mismo personaje, Rodrigo Díaz de Vivar.
+ Los lazos de respeto y admiración entre el rey Mundir y Rodrigo. Una muestra más de la tolerancia de nuestro héroe y una representación del prototipo de vínculo que se establecía entre miembros de distintas religiones (islámico – cristiano), más que común en la época, de los cuales nos queda como legado, no solo el humano, sino también y por solo poner un ejemplo, el arte mudéjar en la Península, que no es más que la fusión de ambas culturas.
+ La puesta en escena de los valores clásicos de los héroes (y en mi opinión, de cualquier persona de bien) tales como la lealtad, el amor, la amistad, el honor, la tolerancia, la justicia, la modestia, la dignidad, etc. Valores como estos fueron los que me hicieron reflexionar sobre el tema, sobre si El Cid era para mi un héroe por ser parte de la reconquista cristiana o por todos los valores que encarna.
Lo negativo de la novela:
– La ausencia de citas para aclarar términos o palabras desconocidas. Lo pongo como punto negativo aunque para mi, no lo supone. Puede que sea una incomodidad tener que molestarnos en buscar aquellos términos o palabras que desconocemos, y que estamos acostumbrados a que en la distintas lecturas de nuestro día a día aparezca al final, un glosario con dichos términos, pero también pienso que la única forma de memorizar y aprenderlos es mediante la molestia de buscarlos. El uso de lenguas tales como el árabe o el latín pueden escapar a todos aquellos que no tienen formación en lenguas, aunque también creo que el conocimiento, de al menos, el latín debería de formar parte de cualquiera con un mínimo de formación cultural.
– El final. El autor deja un final abierto aunque han sido, distintas las ocasiones, en las que ha desmentido que haya segunda parte. Bien es cierto que yo no soy muy partidaria de segundas partes, puesto que en la mayoría de ocasiones, nunca están a la altura, pero si esto no ocurre, el final es muy ambiguo y no queda suficientemente cerrado.
Para finalizar, destacaría la importancia de que todos aquellos que somos lectores con mayor o menos asiduidad deberíamos leer al menos, una novela de Pérez – Reverte. Es esplendida su manera de narrar, dinámica, eficaz, embriagadora… La amplitud y la diversidad del lenguaje invertido, supone, además de la historia en concreto, una verdadera aventura para el lector.
El libro tiene 370 páginas. Lo leí en formato de papel, doble tapa, una dura y otra protectora. La lectura de la novela me ocupó tan solo 12 días (2/11 – al 15/11) a pesar de estar trabajando, en tan sólo una tarde pude leerme unas 150 páginas, tal es su poder de seducción.
Cuando cerré el libro, entendí que este héroe, legendario o no, era tan importante para mi porque realmente encarnaba los valores que en mi opinión, tiene que tener cualquier ser humano que merezca la pena. La posibilidad de que fuera uno de los artífices de la Reconquista me importaba más bien poco, puesto que estoy agradecida de todos y cada uno de los legados culturales de los pueblos anteriores que poblaron mi país, pero aún hoy, sigo sin entender porque mis profesores, a lo largo de mi vida escolar, habían utilizado el término “mercenario” para desprestigiarlo, pues al final el Cid hizo de su talento, un modo de vida, como cualquiera de los seres humanos a lo largo de los siglos, que hicieron de su valía intelectual o manual, su trabajo.